lunes, 12 de octubre de 2020

EL ALTILLO MISTERIOSO

 

EL ALTILLO MISTERIOSO

Jugábamos a orillas del río Alhama, entre matorrales y rocas. Ese año el río no llevaba mucho caudal.

Lancé la piedra al río, pero se hundió en el primer golpe. No conseguía hacerla “andar" por el agua como hacían mis amigos. Claro, yo era de ciudad.

Pasaba los tres meses de verano allí, trotando y manchándome de barro. Me volvía un salvaje durante los veranos.

En la casa familiar había tres plantas. Me encantaba subir y bajar por aquellas escaleras. Me daban vida.

Una noche mi madre se asustó porque yo soy sonámbulo . Me levanté de la cama y comencé a andar dirección a las escaleras. Angustiada me abrazó y me devolvió a la cama porque pensaba que yo creería estar en nuestra casa de Madrid que no tiene escaleras, y acabaría rodando.

Mi abuela cocinaba entre los fogones para toda la familia durante aquellos días. El sabor era diferente que en mi casa. Allí todo estaba más bueno. Incluso el pan.

Las campanas de la iglesia me despertaban cada mañana. Bajaba los dos pisos corriendo hasta la cocina y besaba a mi abuela. Era una mujer alta y esbelta, su pelo era oscuro, pero son destellos rojos. Todas las mañanas sacaba su pequeña silla a la calle y pasaba horas zurciendo alpargatas.

En lo alto de la casa había una terraza, desde donde se veía todo el pueblo.  Desde el peñón, hasta las pistas de tenis, al lado de las piscinas.

Me gustaba estar en aquella terraza porque en ella sentía libertad. Se respiraba aire puro y el olor a leña me impregnaba de mágicos instantes. Antes de entrar, en la pared posterior existía una ventana de madera que siempre estaba cerrada. Tenía una cerradura.

Lo único que no me gustaba tanto del pueblo, eran sus cuestas. Todo él estaba lleno. Para ir a cualquier sitio había que hacer grandes esfuerzos.

Una mañana, después de desayunar mis tostadas de tomate y aceite, subí al altillo. Me dispuse a leer un libro mientras el sol me calentaba. Tumbado en una hamaca me percaté que entre las tejas había un sobre.

Estaba cerrado y solo había escrito en él la palabra: “Condinde", con tinta china y un trazado lineal.  Era el apodo de mi abuelo. Llevaba muerto cinco años. Un desastroso cáncer de estómago acabó con él.

Pensé en darle el sobre a mi abuela, pero me pudo la curiosidad.

Cuando lo abrí, un olor a lavanda invadió mi nariz. Era una nota. En ella había una dirección.

Nuestra casa estaba en el barrio de arriba y aquella dirección pertenecía al barrio de abajo.

Intrigado, decidí ir.

Bajando por las cuestas, iba de piedra en piedra diciéndome a mí mismo que no podía pisar el suelo. Era como un reto. Al llegar abajo comenzaba la carretera, así que tuve que dejar mi juego mental para más tarde.

La carretera separaba en dos mi pueblo. El río la atravesaba en la otra dirección.

Cuando ya estaba en el barrio de abajo, me fijé en las casas. Eran todas de piedra y los balcones negros asistían imperiosos a mi paso. Llegué al lugar indicado. Allí sólo había una casa que parecía estar deshabitada.

Empujé la verja. La maleza del jardín me hacía cosquillas en las piernas. La puerta principal estaba cerrada. Miré a los lados, y vi una ventana abierta. Entré.

Los muebles estaban roídos por la humedad. Estaba oscuro.

Entre la penumbra, un jarrón brillaba en una estantería. Estaba sellado y en él había inscrito unas letras. “Félix y Antonia". No entendía nada, eran los nombres de mis abuelos.  El jarrón pesaba bastante, pero al moverlo solo sonaba como una especie de moneda en su interior. “Qué extraño".

Al salir por la ventana, me resbalé y el jarrón se rompió.

Lo que pensaba que era una moneda era una llave. Era muy antigua y de color cobre.

Me acordé de la cerradura de la ventana en casa de mi abuela.

Subí las interminables cuestas pensando en contarle todo. Por otro lado, se enfadaría por ocultarle lo del sobre, así que estaba dudoso.

Cuando llegué, ella no estaba en casa. Así que decidí subir al altillo y abrir la ventana.  Cuando inserté la llave comprobé que encajaba perfectamente. Sentí un poco de miedo e inseguridad.

Al girarla, la ventana se abrió y un destello de luz me cegó por completo.

Cuando recuperé la vista, vi una contraventana donde había incrustado otro sobre. Esta vez venía mi nombre escrito: “Marco".  Dentro había un décimo de la lotería de Navidad. 

Me daba la sensación de que aquel año todo iba a cambiar en nuestras vidas.

 

 

 

 

 

 

 

 

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