CERVERA
El
sol me cegaba. A lo lejos intuía una persona, pero hasta que no habló no le
distinguí.
_Ya
me ha dicho el Paco que tu hija este año se va a Inglaterra a estudiar.
Marcelo
sujetó su bastón mientras esperaba respuesta de mi padre.
Siempre
han sido muy chismosos en Cervera. Como en la mayoría de los pueblos de este
país.
Antes
de llegar a la plaza principal, ya se sabían tu matrícula de memoria, quien
eras y a que venías. Sabían incluso más de lo que tú mismo sabías de ti.
Famosa
por sus alpargatas, las abuelas se sentaban a las puertas de sus casas y pasaban
horas y horas zurciendo aquel calzado.
Mi
madre es una artista y las pintaba a la acuarela. Hay varios cuadros en casa de
aquellas mujeres haciendo su labor.
Como
buen pueblo de La Rioja baja, su industria se nutre del cableado, los
pimientos, el vino y los zapatos.
A
mí no me gustaba ir al pueblo todos los veranos con la familia. Mis amigos se
quedaban en la capital y sentía que perdía el período estival en ese lugar,
donde solo su piscina me llenaba de júbilo y diversión. Era una señora piscina, con trampolines y
todo. Además, la terraza del bar que
estaba en un piso superior daba a la pileta olímpica. Eran unas vistas
impresionantes.
Cervera está rodeada de piedra. De hecho, hay
un peñón que invade el pueblo y desde esa terraza se ve como engulle las casas
vecinas.
Otra
cosa no, pero cuestas tiene un rato. Aún recuerdo subir exhausto a la hora de
comer, que cuando llegabas a la casa no sabías si echar el higadillo o sentarte
a la mesa.
Todos
los veranos mi padre cargaba el coche, un monovolumen rojo pasión e iniciábamos
el viaje. Se tarda unas cuatro horas en
llegar desde Madrid. Mi madre, siempre iba de copiloto y yo y mi hermana
veíamos con ternura el gesto que le hacía a mi padre durante el trayecto. Tenía
la costumbre de acariciarle la cogota mientras él conducía, tapándonos el
paisaje con su brazo.
Y
así, emprendíamos un año más nuestras vacaciones rurales.
Antes
de acceder a Cervera, hay que transitar por unas sinuosas curvas que atraviesan
el monte. Cuando yo era más pequeño me daba auténtico pánico pasar por aquellas
carreteras. La verdad que hay unas vistas alucinantes y te sientes
insignificante ante tanta amplitud y profundidad de montañas.
No
había vuelto a venir desde los 16 años. Ahora tenía 33 y alguna cana ya asomaba en mi
cabeza.
_Ese
tal Paco no sabe lo que dice, Marcelo. Mi hija no se va a ningún sitio. Ella
trabaja en Pamplona ahora.
Mira,
este es mi hijo. Un hombrecillo ya. Venía mucho de joven.
Saludé
a ese anciano de boina negra con algo se timidez. Sentí como me analizaba con
su mirada.
Lo
bueno de pasar los veranos allí es que a las noches refrescaba. Al estar entre
montañas rocosas, las noches eran agradables.
Aquel
año decidí acompañar a mis padres.
Lo acababa de dejar con Marian, mi novia
durante cuatro largos años. Así que necesitaba un cambio, una distracción, una
carga de energías.
Descargamos
el equipaje, me instalé en la habitación y me fui al bar a tomar el vermú.
Mi
hermana no vino esa vez. Y yo no recordaba a nadie del pueblo.
Bajé
por las cuestas. Las calles necesitaban un buen asfaltado. Entre la inclinación
y las baldosas mal puestas, había que estar atento de no tropezar.
Llegué
a lo que llaman “la carretera “. Y es que así es, es una carretera que parte al
pueblo en dos. En ella están los bares, los bancos y los pocos comercios que
tiene Cervera.
Me
avergonzaba entrar solo, pero pensé que no me conocía nadie y se me pasó.
Empujé
la puerta del “Saxo" y me aproximé a la barra.
Una
joven de pelo largo y negro y unos ojos grandes, me miró tras las botellas.
Me
pedí una caña. Enseguida se percató que
yo no era de allí.
_
¿A pasar unos días por esta vieja aldea? Su voz me enamoró. Era sonora y dulce
y marcaba en ella un acompasado ritmo.
_Así
es. Vengo de Madrid.
_Pues
espero que disfrutes. Esta noche son las hogueras de San Juan. Aunque aquí está
prohibido hacer fuego. Ya sabes, hay mucho monte alrededor, mucha hierba mala
que puede arder. Pero lo celebramos bebiendo y bailando. Si te apetece, ven un
rato. Viene mucha gente de otros pueblos.
Aquella
noche me arreglé bastante. Me había parecido una mujer muy agradable a la vez
que guapa. Tan solo por alegrarme la vista, iría en esa ocasión.
La
carretera estaba llena de coches. Había mucha animación. Me encendí un pitillo
y observé las casas. Eran edificios bajos, con sus balcones de piedra. En
muchos de ellos aún colgaban pañuelos rojos propios de las fiestas.
Entré
de nuevo a aquel bar. En vez de ella, me encontré a un hombre corpulento tras
la barra. Me pedí un gintonic.
Muchos
jóvenes bailaban en la pequeña pista habilitada entre barriles de cerveza. Yo movía el pie al ritmo. Nunca se me ha dado bien esas situaciones. Me
sentía raro.
Una
pareja se besaba al otro lado. Las tragaperras iluminaban el oscuro local.
Al
tercer cubata empecé a marearme y decidí volver a casa. No me acordaba de las
cuestas. De un lado a otro, subí como pude la primera. Intentando no ahogarme
me apoyaba en las paredes de las casas.
Entonces,
apareció. En lo alto de la calle, vi
como su melena ondulaba al son de sus pasos.
No
recuerdo más. Debí desmayarme.
Hoy,
nuestros hijos corretean por estas calles. Las rocosas casas que envuelven el
barrio de arriba de Cervera, son testigos de mi resistencia a vivir allí.
De
cosmopolita a vida rural. Así, sin pensarlo mucho.
Y
es que, nadie que viene a este pueblo sabe lo que en él pasará.
Cervera
no te deja indiferente.
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